La prisa nos devora. Nos atropella como si fuera un tranvía. Machaca los huesos astillando hasta el más pequeño. De manera imperceptible sufrimos un desgaste que poco a poco se vuelve más acusado, hasta que ya no podemos ignorarlo más.
Nos sentimos dueños de tan usada palabra, de eso intangible que nos gobierna. El tiempo. Pero es el tiempo el que termina por ponernos en nuestro lugar. Podemos medirlo, organizarlo, pero no lo podemos detener. Podemos ignorarlo pero no impedir que siga su curso.
Queremos estirar los días aunque sabemos que las horas son las que son, por eso mismo nos dedicamos a correr tejiendo nuestra propia red, la que nos atrapa y esclaviza. Hasta que llega la vida y nos arrea un guantazo a mano abierta que nos tumba y en ese momento empezamos a cuestionar si lo que estamos haciendo en realidad valdrá la pena.
Y no solo corremos nosotros. También los de alrededor. Es curioso cómo aunque no tengas ninguna prisa, si encuentras un grupo de personas que van rápido te contagian arrastrándote y tú terminas corriendo tanto como ellos. Cuando llegas piensas ¿Pero soy tonto/a? ¿qué necesidad tengo de ir con la lengua fuera?
Acabamos encabronados. Perdón por el palabro pero así estamos, quemados. Y aquí tenemos nuestro propio fast & furious al completo, cada día.
No es la primera vez que hablo sobre esto pero hace unos días estuve en unas jornadas y allí coincidí con personas con las que he podido compartir conversación durante los ratos libres. En las diferentes charletas siempre salía a relucir lo mismo, el tiempo y las prisas. Vamos de aquí para allá como el conejo blanco del cuento de Alicia: —¡Voy a llegar tarde!
Creo que nos merecemos parar y respirar de manera consciente. Tenemos responsabilidades y obligaciones que atender, de eso no hay duda, pero también alguien a quien rendir cuentas: nosotros mismos. Dedicar unos minutos a buscar la motivación que nos empuja a actuar de la manera que lo hacemos y encontrar un punto de equilibrio es una tarea pendiente que posponemos indefinidamente. Y a veces la salud empieza a dar toquecitos de atención.
No tengo tiempo, no tengo tiempo, no tengo tiempo, no tengo... nada. Teniéndolo todo.
Sin parar de buscar lo que está en la mano
pero no vemos.
Cerramos lo ojos,
vendemos el alma.
Mientras pensaba en todo esto recordé un poema de Elli Michler que voy a dejar aquí como cierre.
Te deseo tiempo
No te deseo un regalo cualquiera,
te deseo aquello que la mayoría no tiene,
te deseo tiempo, para reír y divertirte,
si lo usas adecuadamente podrás obtener de él todo lo que quieras.
Te deseo tiempo para tu quehacer y tu pensar
no solo para ti mismo sino también para dedicárselo a los demás.
Te deseo tiempo no para apurarte y andar con prisas
sino para que siempre estés contenta/o.
Te deseo tiempo, no solo para que transcurra,
sino para que te quede:
tiempo para asombrarte y tiempo para tener confianza
y no solo para que lo veas en el reloj.
Te deseo tiempo para que toques las estrellas
y tiempo para crecer, para madurar. Para ser tú.
Te deseo tiempo, para tener esperanza otra vez y para amar,
no tiene sentido añorar.
Te deseo tiempo para que te encuentres contigo misma/o,
para vivir cada día, cada hora, cada minuto como un regalo.
También te deseo tiempo para perdonar y aceptar.
Te deseo de corazón que tengas tiempo,
tiempo para la vida y para tu vida.
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Y a ti ¿te puede la prisa? Me gustaría leer tus comentarios.
*Imágenes Pixabay
Gracias
Con el paso de los años (tiempo) se va apreciando más nuestro tiempo , y se cuestionan más las absurdas prisas. Comprobado.
ResponderEliminarTu entrada muy buena, la poesía genial
Me voy dando cuenta, será la edad.
EliminarMuchas gracias por comentar.
Abrazos