Elsa ha venido a verme. Es mi mejor amiga desde el día que
nos conocimos, a mi llegada. La verdad, apenas he hecho amigos en el tiempo que
llevo aquí.
Hace horas que pedí el taxi-dron pero no ha llegado. Desde
ayer sufrimos una oleada de interferencias solares que dificultan las
comunicaciones.
Elsa se ofrece para llevarme hasta la plataforma de
lanzamiento en su cápsula. No quiero perder el billete del transporte
interestelar y por eso acepto. Mi vieja cápsula hace semanas que dejó de funcionar.
Los equipos de mantenimiento lo llevaron a un depósito de chatarra. No me
sorprende que haya ocurrido. La compré barata de segunda (o quinta) mano con
los pocos ahorros que me quedaban y estaba cascada. Ha cumplido con su cometido
casi hasta el final. Estoy orgullosa de ella y así se lo dije, solo que el
ordenador de a bordo, Olmo, ya había cortocircuitado y no pudo oírlo.
Cuando en la antigüedad las primeras colonias se instalaron
en el planeta, comenzaron con las prospecciones encaminadas a localizar agua.
Después de duros meses de trabajo, algunas bolsas de líquido aparecieron.
Ninguna era apta para el consumo humano.
Entonces empezó el envío de plantas potabilizadoras y de personal especializado
en la conversión de distintos
líquidos para la sostenibilidad de la
población que, a cuenta gotas, seguía aumentando.
Después de un par de cientos de años, el coste de esta
actividad encareció la vida en Marte. Las colonias, aunque distantes entre sí,
se disputan el control de la zona común. Por otro lado, los fogonazos del Sol
que cada vez son más frecuentes, producen tensiones electromagnéticas que
alteran las instalaciones y en consecuencia la vida. Es una de las razones que
me ha llevado a tomar esta decisión precipitada.
En cierto modo me apena dejar este planeta. Marte, aunque
árido y extraño, me ha ofrecido paisajes inolvidables pero salvo Elsa, Marcus y
un puñado de personas más nada me ata aquí. Excepto ellos, el resto me ha
considerado siempre una extranjera.
Teegarden b es
un lugar lleno de oportunidades, dicen. Inhóspito, sí; desolado y
potencialmente cruel; pero en el que
sobra el trabajo y todas las manos son bienvenidas. Pioneros nos llaman.
Nada que perder lo llamo yo.
*Imágenes Pixabay
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